Tu equipación es parte de ti. Te ha acompañado entrenando, en las competiciones; se ha empapado con la sal de tu sudor y te ha permitido sentirte plenamente vivo sintiendo tu corazón latir. Pero, aunque nos empeñemos en prolongarla por el vínculo emocional que entablamos, su vida útil tiene un límite. Sí. Nuestra ropa y material deportivo no son eternos. Y aunque no es plan de hipotecar nuestro sueldo para mantener a flote la tienda de la esquina, hay que gastarse algo de dinero en material de cuando en cuando... y mejor antes de estar bordeando su límite físico. Ese momento en que una rotura en algún elemento de la bici puede provocar un accidente, que unas zapatillas hayan perdido su capacidad de amortiguación o que esas prendas textiles no sean capaces de ajustarse a nuestro cuerpo.
Porque ¿cuándo hay que cambiar unas mallas, un pantalón de deporte o un bañador o cualquier cosa? La respuesta más obvia es cuando nos apetezca o cuando queramos cambiar nuestro aspecto, si nos lo podemos permitir. Pero la lógica también dice que antes de que se llegue a su límite. Ése en el que los elásticos han perdido ya su memoria y no se ajustan más a nuestro cuerpo, cuando ya no estemos a gusto o, si somos de los del “a las competiciones hay que ir conjuntado, puedes ser un paquete pero no parecerlo”, cuando hayan perdido parte de su colorido o algún logotipo.
Si hablamos de la natación, es fácil. El cloro, la sal y el sol son enemigos mortales del material y si no los cuidamos, enjuagándolos bien después de uso y los tendemos a la sombra pueden deteriorarse prematuramente. Aun así, cuando el bañador deje de ajustarnos en la cintura o por donde se meten las piernas y tienda a hacernos bolsas de agua, será el momento de jubilarlo.
Otro tanto sucede con las gafas –que por mucho cuidado que tengamos acabarán ralladas y empañándose– o con el gorro, que antes o después dirá basta... este último, además de barato, nos lo reponen en los triatlones, así que … ¿qué mejor que poder presumir de currículum deportivo usando los que ya hemos usado para competir?
Los accesorios, por su parte, son casi eternos: aletas, palas, tuba... hay que pasar muchas horas para que claudiquen. Pero su relativamente pequeño coste no hace imposible sustituirlos cuando hayan perdido su lozanía y la silicona acusa el paso del tiempo.
Cuestión diferente es el neopreno. Su coste hace que nos lo tengamos que pensar dos veces –o más–, para cambiarlo. Sufre con el uso. Sufre al ponérnoslo y sufre con los enganchones con otros triatletas, de forma que es fácil que se presenten cortes o desgarros. La cola de neopreno puede en esos casos ser nuestra aliada, aunque recuerda: no es que el neopreno encoja en invierno o que nosotros engordemos: con el paso del tiempo el material pierde elasticidad y lo que el año pasado nos parecía cómodo puede ahora apretarnos y dificultar, mucho, al nadar. Si se «queda de pie» de puro rígido o parece que nos ha atacado un felino de tantos desgarros que tiene, puedes pensar en cambiar.
La bici es el sector donde más atentos vamos a tener que estar. Y no sólo por ir rápido. La propia montura (debemos estar atentos a posibles grietas en cuadro y llantas, crujidos, pérdida de suavidad en frenos o cambios, desgaste de ruedas) precisará un mantenimiento, lo mismo que la equipación. Revisa la badana del culotte. ¿Cuántas veces te ha pasado no ir cómodo en una salida y que te duelan las posaderas cuando ya deberías haber “hecho callo”?
Échale un ojo a la ropa térmica para darte cuenta de cuándo el viento empieza a llegar a tu cuerpo a pesar de la membrana windstopper de la chaqueta. Revisa las calas y cámbialas cuando no entren y salgan del pedal con facilidad. ¿Las gafas? No hace falta que estén perfectas, pero si tienes la sensación de que están siempre sucias, es posible que ya hayan salvado tus ojos de algún encontronazo y los cristales estén arañados. ¿Que unas Oakley, por ejemplo, te parecen inalcanzables? Hay otras marcas y todas las reputadas pasan los mismos test de seguridad. Pero úsalas. Un mosquito, una china o el propio viento cuando ruedas por encima de 50 km/h, te pueden producir un accidente.
En ese caso, mejor habrás llevado casco –que te recuerdo es obligatorio en vías interurbanas para adultos y en todo momento para menores de 16 años–. Y ya sabes la máxima. Un golpe fuerte, casco nuevo. Si está abollado o las fibras interiores están compactadas, casco nuevo. Si los anclajes presentan alguna falla, casco nuevo... a menos que haya piezas de sustitución. Porque algunos, como Catlike, tienen garantía de por vida, más allá de los dos años que obliga la ley. ¿No es un buen argumento para comprar una marca reputada? Eso sí. No hace falta que aproveches la excusa de que las almohadillas ya no son capaces de absorber tu sudor para regalarte uno nuevo: la mayoría se desmontan, las puedes poner en la lavadora y volver a montarlas. Aun así, si haces un uso intensivo, no está mal que de cada tres a cinco años vayas pensando en cambiarlo –sí, el sudor también ataca a la fibra interior–.
Queda la carrera a pie. El reino de la ropa y las zapatillas. La mayoría tienen una duración de unos 800 a 1.200 km dependiendo del modelo, uso que le demos y nuestro peso. Pero, si no soy capaz de llevar un registro de mis entrenamiento, ¿cuándo las cambio? De nuevo, cuando no estés cómodo con ellas. Cuando te parezca que han perdido amortiguación –aunque siga teniendo dibujo–, cuando ésta esté desgastada, cuando hayan pasado ya algunos años que habitan tu armario aunque no las hayas usado apenas... Las espumas, el caucho, el tejido... todo tiende a estropearse aunque no se use. Por cierto, los calcetines, mejor sin “tomates”.
¿Y la ropa de correr? Pues como en el bañador o la de bici, cuando esté desgastada, el elástico interior o la cinturilla hayan perdido su tensión, o cuando el viento y el agua cale a lo que en su día fue impermeable. Es mejor invertir unos euros que sufrir incómodas rozaduras o correr el riesgo de que se te escape algo por una pernera o una axila cedida y exponer tus partes íntimas a cualquier mirada.